José Domingo Blanco / El Nacional
Loli tiene fiebre, los ojos llorosos, la nariz aguada y el pecho oprimido. Además, le duele todo el cuerpo, como si la hubiesen golpeado o un camión la hubiera atropellado. Pero, cuando se tienen tantas responsabilidades, no hay enfermedad que la detenga. El miércoles, día cuando su cédula de identidad le permite comprar productos regulados, no pudo siquiera levantarse de la cama. Sin embargo, el jueves, a pesar de que se siente terrible, se paró, preparó el desayuno con lo poco que tiene en la nevera, le dio un tetero sin leche al nieto que también está cuidando, agarró su uniforme y se fue a trabajar. A Loli, lo menos que le provoca es ir a limpiar una casa que no es de ella. Ese malestar le pide cama, una limonada caliente y algún medicamento que la haga sentirse mejor. Pero, ella sabe que, si no trabaja ese día, no cobra. Y si no cobra, no puede llevar algo de comida a su casa: esa comida que tanto le cuesta conseguir y que, cuando la encuentra, se le hace difícil pagar. “Necesito el dinero…si no trabajo hoy, no comemos”, le dice a la vecina del barrio que le recomienda quedarse en la casa porque, le asegura, “tú lo que tienes es Zika”. Es esa misma vecina con la que, en ocasiones, planea cerrar la calle y protestar porque el hambre le ha puesto flacos –muy flacos- a sus muchachos. Y pese a la fiebre y la amenaza de lluvia que pudiera complicar sus síntomas; se encamina resignada a ganarse la platica con la que intentará esa noche–luego de mucho recorrer, preguntar precios y hacer colas- preparar la cena. CLIC AQUI para seguir leyendo...
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